El relato mítico más famoso del mundo recoge el recuerdo de lo que pudo ser el mayor error de la humanidad. Adán y Eva, los representantes de los primeros humanos, vivían en un entorno paradisíaco, alimentándose de lo que les ofrecía la naturaleza y en armonía con el resto de animales. Pese a disfrutar de lo que parecía una existencia feliz, la curiosidad les llevó a probar una manzana que los transformó. Dejaron de conformarse con aceptar una vida adaptada al mundo que Dios les había regalado para tratar de adaptar el mundo a sus deseos. Y fueron expulsados del paraíso. La siguiente generación, Caín y Abel, son los representantes de los primeros humanos sedentarios, dedicados al cultivo de la tierra y la crianza de animales domésticos. En ese mundo, donde se hizo posible la acumulación de riquezas, surgieron también las ambiciones desmedidas, la guerra entre hermanos y la pobreza.
Por lo que se sabe ahora, es posible que aquel mito que recogen libros como La Biblia fuese el reflejo de una nostalgia por un mundo de dicha idealizada ya desaparecido. El antropólogo Jared Diamond llamó a la adopción de la agricultura y la ganadería “el peor error de la humanidad”. Con lo discutible que puede ser aquella afirmación hoy en día, es indudable que aquellos siglos revolucionarios fueron testigos de la mayor transformación que ha vivido nuestra especie. Una de las mayores novedades de aquel periodo son las gigantescas desigualdades entre individuos.
La semana pasada, un equipo internacional de investigadores liderado por Timothy Kohler, de la Universidad Estatal de Washington, publicó un trabajo en la revista Nature que trata de reconstruir el origen de esas desigualdades. Después de realizar un análisis del registro arqueológico, decidieron que la mejor manera de evaluar la desigualdad social dentro de un grupo era la variabilidad del tamaño de sus casas. Con ese criterio como base estudiaron el tamaño de los hogares en 63 yacimientos arqueológicos en Norteamérica, Europa, Asia y África. Esos restos arqueológicos corresponden a asentamientos de los últimos 11.000 años de grupos humanos con sistemas sociales y económicos diversos, desde cazadores recolectores al imperio romano. Sus resultados indican que en los yacimientos de Europa y Asia los niveles de desigualdad alcanzaron cotas mucho más elevadas que en los de Norteamérica
Los animales de tiro permitieron acumular terrenos para arar y los caballos dieron lugar a una nueva casta guerrera
Los autores buscan una explicación a esta disparidad y creen que la encuentran, al menos en parte, en los grandes animales domesticados como el ganado bovino, los caballos y los cerdos, que se encontraban en el viejo mundo, pero no en el viejo. Algunos de estos animales, empleados para arar la tierra, habrían permitido a sus propietarios cultivar mayores cantidades de terreno que una familia ayudada solo por sus brazos. Además de permitir abarcar mayores extensiones de cultivo, los animales proporcionaban productos secundarios como el abono o, cuando los humanos comenzaron a tolerarla, leche.
Kohler y sus colegas explican en su artículo que el uso de estos grandes animales tuvo consecuencias en el reparto de los recursos. “En primer lugar, es probable que solo las casas ricas pudiesen mantener animales de tiro”, señalan. “Esas casas se podrían beneficiar de una mayor producción y de alquilar el trabajo de sus animales a otros, reforzando la correlación entre riqueza e ingresos”, continúan. La capacidad para plantar mayores territorios también incrementaría los excedentes y, por último, como la tierra cultivable es limitada, acabaría creando una clase de campesinos sin tierra que sería mayor en Europa o Asia que en la América precolombina.
Además de los animales de tiro, la siguiente herramienta que sirvió para separar aún más a unos de otros fueron los caballos. Su domesticación y su uso en la guerra propició la aparición de una nobleza guerrera y conquistadora que creó unidades políticas cada vez mayores con una habilidad cada vez mayor para movilizar y concentrar recursos. Los autores recuerdan que los 30 mayores estados e imperios del mundo entre el año 3.000 a.C. y el 600 a.C. estaban todos en Europa o Asia.
En un comentario del trabajo de Kohler y sus colegas publicado también en Nature, Michelle Elliott, de la Universidad de París, recuerda sus limitaciones. En primer lugar, 63 yacimientos para entender lo sucedido en 11.000 años, en particular en un espacio tan extenso y diverso como Eurasia, deja muchas lagunas temporales y espaciales. Además, no se ha analizado lo sucedido en las sociedades andinas de Sudamérica donde sí se domesticaron animales empleados para el transporte de bienes o la producción de comida o ropa. También se menciona la mayor sofisticación de la metalurgia en el viejo mundo, una tecnología que asociada a los caballos tuvo un gran impacto en la creación de mayores Estados. Tampoco descarta, por último, que las formas de gobernar algunos grandes sistemas políticos de América fuesen más colectivas.