La vida a veces te brinda regalos inesperados. Este final de verano que no parecía ofrecer más que agrias perspectivas, dado cómo está el patio, ha aparecido en mi jardín una pareja de oropéndolas, y olé. La oropéndola, especialmente el macho, es un ave que al maravilloso, sensacional color amarillo de su plumaje (su nombre en latín oriolus oriolus proviene del latín aureum, dorado) añade que, paradójicamente, es dificilísima de observar dado su carácter escurridizo (parecen estar siempre escondiéndose) y su vuelo discreto. Así que ver una, ni que sea fugazmente, como un rayo de sol atravesando el aire, resulta una alegría para el corazón de cualquier aficionado a los pájaros y en realidad para todo amante de la naturaleza y de la belleza en general, estilo Stendhal. Yo no había visto bien nunca una, así que ni les digo dos. Al principio incluso confundí a la hembra con un pito real. El ave se denomina oriol en catalán (oriole en inglés y en francés) y de ahí deriva el nombre propio Oriol, que llevan muchos catalanes, alguno sin saberlo. Otros tenemos nombre de flor, qué le vamos a hacer.
Mis oropéndolas —perdonarán el uso del posesivo pero es para hacer rabiar a un amigo que daría lo que no tiene porque hubieran decido instalarse en su jardín y no en el mío— llegaron de repente, como todo lo bueno, gratis y sin ninguna razón que se me alcance. Por qué no se habían dignado a aparecer en tantos años de mi vida y han decidido hacerlo ahora es algo que sabrán ellas. Pero me han traído una felicidad que muchos (los que no hayan visto ninguna) encontrarán exagerada o incomprensible. Emily Dickinson (“To hear an oriole sing/ may be a common thing/ or only a divine”) y el recientemente desaparecido John Ashbery (The Orioles) las han cantado, así que, ¿me atreveré yo a añadir algo sobre las oropéndolas y la imprevista e inmerecida dádiva de su dorado plumaje?