The Leftovers, que esta noche ha emitido el último capítulo de su última temporada, ha sido una de las experiencias emocionales más intensas de los últimos años televisivamente hablando. Y una de las mejores series (posiblemente, la mejor) de los últimos tiempos. Lástima que muchos no hayan disfrutado de esta experiencia catártica con una banda sonora espectacular, una fotografía cuidadísima, una mitología riquísima y una historia que cortaba la respiración por culpa de unos personajes desolados y perdidos.
Con una novela de Tom Perrotta como punto de partida, no tuvo problemas desde la primera temporada en ir más allá del libro. Lo hizo en los capítulos en los que se centraba en personajes concretos, los mejores de aquella primera tanda de episodios un tanto irregular pero suficientemente intrigante como para llamar la atención. La segunda temporada trasladó a los personajes a otro universo, se liberó de toda atadura y voló hasta las alturas. La tercera entrega ha sido un regalo a los fans de una serie minoritaria pero que merecía más todavía. Y lo ha tenido. Cada capítulo ha sido una pequeña joya cargada de emoción y de significados. Ocho capítulos para decir adiós a una producción que se marcha por la puerta grande, sin estirar el chicle más de la cuenta.
Y el final. Tal como había transcurrido la temporada, se podía esperar cualquier cosa del final. La solución por la que han optado sus autores ha sido, al mismo tiempo, fiel a lo que se había visto hasta entonces y diferente a todo lo anterior. Un final sencillo y bello que ha sumado un nuevo significado a lo anteriormente visto. Un cierre sobresaliente en el que las emociones han primado y que ha contado al espectador lo que necesitaba saber —o quizá incluso más de lo que necesitaba, o más de lo que esperaba—. Y que, de paso, ha elevado más todavía a la enorme Carrie Coon. Ella es una de las grandes cosas que ha ganado la televisión gracias a esta serie. El personaje de Nora ha terminado siendo tan protagonista como Kevin, incluso más en algunas ocasiones. Otro de los regalos de The Leftovers ha sido la banda sonora de Max Richter. Otro, el cuerpo de Justin Theroux. Y otro, la redención de Damon Lindelof.
The Leftovers se marcha cuando más la necesitamos. Porque aquel mundo sin respuestas que planteaba es más real que nunca ahora. Nos deja con el corazón roto en mil pedazos. Llorando y sonriendo al mismo tiempo. Sintiendo. Porque de eso ha ido siempre, y por eso es tan complicado ponerlo en palabras.
Gracias por el viaje. Nos vemos en el otro lado. O, mejor, en este
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